Suomenlinna

Suomenlinna

Hojarasca por Guadalupe Gaona

Mira otra vez. A su alrededor no hay –para su asombro o su miedo– hermosos edificios construidos con enormes rastis de concreto, calles pavimentadas, formas geométricas dispersas entre el techo y las paredes, ni líneas que el hombre utilizó para construir una arquitectura que funciona como guía y orden para la mirada, nos dice por dónde caminar, dónde dormir y comer, dónde relacionarnos. Nada de eso, ahora alrededor hay algo llamado «naturaleza».

Durante dos meses, Alejandra Urresti vivió en Suomenlinna, una isla en el país lejano: Finlandia. Y con su cámara de placa al hombro fotografió el paisaje que la rodeaba. El gran formato condicionó su manera de mirar: «Hay cosas que, de no ser por el tiempo que lleva acomodar la cámara, no hubiera podido ver» me dijo Alejandra. Ya lo sabemos, la imagen no es el simple resultado de una mirada subjetiva, sino la compleja tensión entre el ojo que mira y el dispositivo fotográfico. La cámara de formato grande incidió en los modos de mirar el paisaje insular, y puso en funcionamiento el cuerpo (la cámara es pesada, incómoda). Pero igual Alejandra salió de paseo por la isla y fotografió con el cuerpo, y el tiempo para mirar fue otro.

Pero, ¿qué fotos puede hacer alguien que sólo había fotografiado el espacio, la arquitectura, la ciudad, en medio de la naturaleza? Ahí estaba rodeada de árboles, pasto y agua. Y aunque el paisaje era como la continuación de los jardines de las casas isleñas, para Urresti la naturaleza nunca parece demasiado domesticada; no ahí, y ni siquiera en las plantas de su casa, que a veces crecen porque sí y otras simplemente se mueren. La única vez que Alejandra intentó contemplar un paisaje que no era urbano fue en un cartón de leche. En «Larga vida» (2003) se apropió de una serie de paisajes bucólicos, imágenes secretas que habitan en las góndolas del supermercado para después trasladarlas a la galería de arte.

Desde su primer trabajo, «Refugios» (2000), una serie de fotografías de espacios vacíos en blanco y negro que surgieron de un viaje a Chicago y Nueva York, la reflexión se centró en el espacio. El paso por la Facultad de Arquitectura no había sido en vano, seguía interesada en la arquitectura desde sus formas más descomunales hasta las más banales. El recorrido fue a partir de la fotografía de grandes edificios como bibliotecas, museos y auditorios en «Refugios»; y pasó por «Interama», un trabajo sobre el Parque de la Ciudad completamente vacío, fotografiado con una cámara Lomo, que en 2003 mostró en la fotogalería del Rojas. Hasta llegar a «Escenografías», serie de fotos de decorados de televisión por cable, donde retrató estas arquitecturas descartables, espacios ficcionales con una corta vida útil. Fue la primera vez que decidió usar la cámara de placa, para lograr una imagen obsesivamente prolija, simétrica y frontal de mucha calidad, inversamente proporcional al objeto fotografiado, en un intento de rescate de esas maquetas sometidas a la lógica de cierto berretismo televisivo (no menos hermoso para Urresti). Las copias de 160×120 cm. mostraban con claridad y precisión las escenografías que se tornaban objetos estéticos en sí mismos.

Las constantes en su trabajo fueron los espacios vacíos, el espacio que se vuelve contra su sentido común por la ausencia de la figura humana. También el mismo encuadre, esa frontalidad de la imagen que se organiza en las líneas preexistentes que ordenan el espacio. Lo que cambió de la primera serie a la última es que pasó de la fotografía blanco y negro al color. Y con esto, las series de imágenes parecen el producto de una mirada objetiva, más neutral, más clínica, que simula emanar de la estructura del objeto. Y por último, el recurso de la cámara de gran formato, decisión que termina por delimitar el trabajo de Urresti dentro de una zona de la fotografía contemporánea donde dialoga con los alumnos de la dupla alemana Bern y Hilla Becher: Andreas Gursky, Candida Höfer, Thomas Struth, Thomas Ruff, entre otros.

En The Photograph as Contemporary Art, estos fotógrafos fueron agrupados dentro de un mismo estilo, que Charlotte Cotton llamó deadpan haciendo referencia a una estética impasible, que daba como resultado imágenes claras –la claridad aumentaba por las copias a gran escala– que muestran cierta imparcialidad emocional en la mirada de los fotógrafos. El estilo deadpan lleva la fotografía fuera del terreno de lo hiperbólico, lo sentimental y subjetivo. El énfasis está puesto en la fotografía como un modo de ver al margen de las limitaciones de una perspectiva individual.

Sin tener que hacer coincidir a la fuerza todas las particularidades de la fotografía de Urresti –quien pertenece a este lado del mundo y por lo tanto no comparte el contexto social, político ni artístico– con la obra de los fotógrafos citados, se puede hablar de «referentes» (benditos referentes, ya que siempre es tranquilizador encontrar alguno). Al fin, es en esta línea estética que se puede pensar ese trabajo de Alejandra.

«Finlandia» hizo que Urresti se enfrentara con la naturaleza, rozando la contemplación romántica recorrió la isla con su cámara de placa y se preguntó: ¿cómo se fotografía esto?

La respuesta estuvo cerca de la típica imagen otoñal de los rompecabezas: casas, o mejor dicho hogares, rodeados de árboles amarillos y rojos, o colinas con pastos que todavía conservan el verde del verano. Seguramente vio todo eso, pero su mirada siguió de largo o paró antes. Y las imágenes no son esos cuadros perfectos que nos da un paisaje, donde la mirada concluye después de pasearse alrededor como el punto más armonioso para descansar los ojos. Es antes o después de eso, un punto de vista lateral que provoca un desequilibrio. Una incomodidad que nos deja mirar la belleza por menos tiempo. Un pequeño error en la composición que se emparenta con el encuadre de una mirada rápida que captura con una pocket, pero que Alejandra buscó de manera consciente, mirando mucho tiempo a través de la cámara de placa.

Sin salir de la isla, Alejandra dio varias vueltas y miró el paisaje, plantó su cámara y compuso una imagen extraña; se paró en ese punto en que las cosas se mostraban tanto como no se dejaban ver. Y por supuesto, la conclusión no es la antigua polaridad entre naturaleza y civilización, campo versus ciudad. Volver a la naturaleza –o ir por primera vez– no nos liberó de nada. Los caminos atraviesan la imagen como trampas del ojo, callejones sin salida que la cortan al medio. La foto tiene demasiado piso, casi la misma proporción que cielo. Los árboles, las rocas y las casas están mal ubicados, son las piezas hermosas del rompecabezas pero ahora nos molestan, no nos dejan armar el paraíso, la casa de nuestros sueños donde querríamos vivir. En cambio, las imágenes son tristes pedazos que nos confirman que la felicidad es imposible, que estamos ahí, en el lugar, para ser felices y que a pesar de eso no lo somos. Pero igual, frente a este panorama, nuevo para la fanática de la geometría, la mirada se desarmó, se volvió un poco más blanda, dejó entrar al territorio de la imagen su emotividad.

Entonces no se trata sólo del sencillo pasaje de alguien que fotografiaba la ciudad, la arquitectura, y que ahora fotografía este terreno deforme. Urresti no pudo seguir mirando con el ojo clínico y claro. Y es quizás esa leve lateralidad del punto de vista, ese pequeño error, lo que vuelve todo más confuso y deja que la mirada fugue hacia un lugar más impreciso.

A su vez, estas fotos son preciosistas, bellas, impecables. Los colores, un poco oscurecidos, son suaves y conservan los detalles hasta en las zonas de sombra. Y, sí: son paisajes solitarios. Y Urresti los miró sola durante largo rato, de la misma manera en que ahora obliga al espectador a mirar. Porque no hay desperdicios; y a pesar de que la calidad de la placa le permite una imagen enorme –dos metros es una medida estándar de copia para el negativo de esta cámara–, Alejandra prefirió –y en esto fue un poco en contra de quienes habíamos definido como sus referentes fotográficos– hacer las copias de 60 x 50 cm. para que el vínculo con el espectador sea lo más parecido a lo que ella experimentó. Esta medida obliga al espectador a acercarse a la imagen y también a mirar solo, sin distracciones. No hay gigantismos, paisajes que cubren de manera espectacular las paredes para que los visitantes de la muestra se metan por completo en la imagen, acompañados por sus amigos y con la copa en la mano. «Finlandia» es un tour de un solo pasajero.

Para eso tenemos «Tu vida no es una película», una proyección que, en orden cronológico, replica la mirada del turista. Vuelve al antiguo ritual de sentarse en grupo a ver diapositivas, que muchas veces era una fiesta, pero que otras tantas nos hundía en el aburrimiento. Como cuando un familiar regresaba de viaje por Europa y nos encadenaba a una sucesión de imágenes de lugares que no conocíamos y de gente que no significaba nada para nosotros. No hablo de esas fotos en las que, por lo menos, veíamos a nuestros seres queridos abrazados a una cerveza, sonrientes frente a la cámara; sino esas fotos que intentaban captar el lugar en su totalidad, paisajes aburridos que iban acompañados del gesto de la mano que señalaba algo perdido en la imagen, y de frases como «Ahí, atrás de esa loma, quedaba nuestro hotel», «Ese es el ferri que tomábamos todos los días» o » Este es el primer día que nevó».

El ojo atento de Alejandra buscó armar una cronología de la luz, siempre rasante en ese país tan al norte, que va del otoño al invierno, y que así capta los cambios climáticos y las modificaciones en un paisaje primero verde y después amarillo. Igual que un disco de covers, esta proyección es un homenaje a la fotografía. El ruido del proyector que cambia la imágen una tras otra nos muestra al final ese mismo paisaje pero completamente cubierto de nieve.

Después de «Finlandia», si volvemos a mirar las fotos de Urresti, las escenografías, «Interama», las ciudades vacías, nos pasa algo parecido a lo que dijo Pascal: «Ya que la verdadera naturaleza se ha perdido, todo puede ser naturaleza».