Volar y chocar
Volar y chocar por Tamara Stuby
«Shhhh… está trabajando». O no—es difícil saberlo—¿Qué está haciendo? Parada ahí, apenas ocupando espacio, con la mirada fija en esa pelotita como si fuera la única cosa en el mundo. ¿En qué está pensando? ¿En todo, en nada? ¿Está pasando el tiempo o matándolo? ¿Es para sentirlo más, o menos? Acierto, pifio, acierto, acierto, acierto, pifio, acierto… No puede pasar nada más que eso, la pelota no se escapa, no se cae, está atada. Sólo puede volar y chocar, volar y chocar, chocar y volar. Como ella. Como todos. Lo suyo se parece más a la creatividad despojada de un preso que a una búsqueda interior. Tal vez está atrapada, pero puede que esté ahí refugiándose.
Mientras vemos escena tras escena, es difícil detectar si el juego mejora, o si su cordura tambalea. Desde el medio de una secuencia tan larga, es difícil comparar un antes y un después; nos cuesta retener más que la escena anterior, la actual y la próxima con la nitidez necesaria para eso; es algo parecido a lo que nos pasa con el ayer, hoy y mañana. Discretamente, ella comienza un juego con el espacio y sus líneas, con el rebote del sonido, con las cosas, casi todas prestadas. Todas las cosas contra ella, su ropa y su paleta. Los golpes de su paleta, aparentemente inocentes, vuelven como órdenes sordas: mirá, tomá, fijáte eso…
Pero con el tiempo ¿no empiezan a invertirse los polos? En vez de estar contenida por el intento de dominar la pelota con la paleta, pareciera que ella estuviera pendiente, leyéndola, escuchándola, como si fuera un instrumento de precisión que le podría revelar datos vitales acerca de la esencia de estos espacios. La paleta se convierte en una caja de resonancia que canta el grado de frío o calor, la forma del espacio, su luz. La pelota es un indicador como la aguja nerviosa que traza los pulsos de un corazón, parte de una máquina susceptible que habla de la habitabilidad. Y pareciera que en determinados momentos, la pelota cobra vida, frenéticamente rebota contra las paredes de la caja torácica de ella, desesperadamente busca una salida. Pero esto es sólo un espejismo o un delirio.
No. Empieza a jugar, pero cuidándose para que no se note. ¿Es porque está siendo observada que no para de trabajar? ¿O nos está usando para este fin? ¿Se controla en su espejito de madera, o la estamos controlando nosotros? Nunca la vemos abandonar su tarea. Ella trajo su propia herramienta, que es como esas varas que sirven para encontrar aguas subterráneas. Y trabaja como loca. Concienzuda, va probando cada posibilidad, cada rincón, cada ángulo, altura, hora y día de la semana. Desde lo alto, luminoso y diseñado hasta lo bajo, parada sobre las ruinas del trabajo de los que estuvieron antes que ella.
«Trabajo, luego existo.» Conocí a tanta gente que no sobrevivió a los primeros años de su jubilación que creo que ésa es la frase que dice la verdad. Sin eso, lo único que nos queda es armar la lista de «cosas para hacer antes de morir». Si el trabajo dignifica o esclaviza, no sé. Tal vez nos salva de enredarnos en firuletes tramposos como intentar buscarle algún sentido a la vida (o al arte). Después de llegar al descubrimiento espeluznante de que nada tiene sentido, que no hay un solo porqué que resista análisis, al fin es bueno saber que no hacía falta que nuestra existencia lo tuviera, siempre y cuando exista alguna rutina. El trabajo –ese hilo elástico que permite un tire y afloje calculado, medido y contado– está para eso.
Ya está, terminé con mi tarea; 3000 caracteres para los 3000 segundos interminables, confortantes e inquietantes que Alejandra cumplió para que no se le cayera el mundo entero.
Avellaneda, agosto 2009